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El viejo cuento de la dignidad

Por: Clemencia Gomez Sandoval, escritora pamploneses, abogada, jurista, columnista invitada

Cuando era niña, en tiempos que tengo claros en mi memoria, porque la ejercito y pongo en movimiento mis neuronas, la abuela me decía: “Clemencia hay que tener dignidad” o “la dignidad de las mujeres es muy delicada” y yo observando la matriarca vivir y dirigir la enorme casa de la Calle Real, percibía que ser digna era ante todo ser cristiana, discreta, obediente, recatada, casi sin emociones; además la dignidad femenina tenía ubicación anatómica y se llamaba con el específico nombre de virginidad, sin ella no tendría pase cierto para el futuro, ni podría cumplirle la cita al caballero andante que la vida me deparara, única opción viable ya que ser monjita lo tenía por completo descartado.

Así como la vida me deparó una abuela protectora, también me concedió una madre liberal, autodidacta formidable, que miraba con escepticismo a la nona y para conformarla le decía: “Tranquila mamá que es mejor atajar que arrear” y con una mirada cómplice, daba por terminados los intentos pedagógicos de Doña Carmelita.
Era ante todo una dignidad hacia afuera la de mi crianza, una dignidad para la tribuna, para el público, para el qué dirán; de no ser por el estudio, la reflexión y el conocimiento, me hubiera quedado con el indigno concepto cristiano de pecado, de culpa, de remordimiento y no hubiera podido entender que no era digna porque me lo reconocieran, sino porque lo sintiera y que la DIGNIDAD era ante todo el conocimiento de mi misma y la comprensión del alcance biológico, ecológico y ético del término, en el entendido que era un ser racional sí, pero emocional también.

Lo primero que enfrenté fue el engañoso entorno que como premisa fundamental me decía que era hija de Dios y heredara del cielo, herencia frustrada, como todas las que esperé en la vida, porque era una primate, como me lo reconoce toda la comunidad científica, que debía entender que no era dueña del paisaje, sino parte del paisaje, lo único que le abono a la mentirosa educación que me dieron, es que los educadores eran ignorantes pero de buena fe y no estoy tan segura, pero tengo el derecho de reescribir y acomodar mis recuerdos ya que soy la única que tiene que cargar con ellos.

Comprendí con el devenir filosófico y con la curiosidad biológica, que ese dilema fundamental entre el ser y el deber ser, era una perversión religiosa, ya que las religiones suelen legislar contra natura; debía cuidar mi virginidad, pues duro trabajo, porque anatómicamente estaba ubicada exclusivamente para descuidarla desde la memoria celular, desde tiempos inmemoriales, una cosa me gritaba el diseño y otra la educación.

Mi escepticismo de triunfar en esta lucha se exasperaba sobre todo al ver el dimorfismo de los machos de mi especie, cuando los veía más altos y mejor formados que yo, ante ellos yo era débil y esmirriada, quizá fue entonces que decidí ser un peso pesado desde la cabeza; de hacer caso a las instrucciones recibidas, solo podía colaborar a la sobrevivencia de la especie a partir de la bendición arzobispal y aunque no me lo crean, desde entonces me parecía aberrante, los hechos no me respaldan pero para entonces me la pudo la cultura.

El verdadero tesoro del saber en esta materia fue descubrir que en mi naturaleza de hembra, a mi me correspondía la calidad en la elección y al macho la cantidad, porque yo era más madre de los hijos que el padre, ya que mi óvulo era 85.000 veces más pesado que el espermatozoide que es solo una delgada película que encierra en su interior la mitad de los cromosomas y que el macho para asegurar descendencia tiene que probar, probar y probar y yo en cambio seleccionar, seleccionar y seleccionar. Desde entonces no me conmueven falsos romanticismos que no son más que descargas de estrógenos, dopamina, serotonina…., entiendo la maternidad y la fidelidad acord…

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